¿Qué tal, compas? Aquí estoy, contando mi historia desde el banco de la plaza porque, adivinen qué, aposté todo por mi selección y ahora mi cuenta bancaria está tan vacía como mi nevera después de una resaca. No sé si reír o llorar, pero la verdad es que esto tiene su gracia. Todo empezó con ese partido clave, el que todos decían que era "fijo". Yo, como buen amante del riesgo, no me conformé con una apuesta tibia. No, señores, fui por el combo completo: goleada, doblete del delantero y hasta que el arquero rival se comería un gol de antología. Los coeficientes estaban altísimos, de esos que te hacen sudar frío y soñar con comprarte una casa en la playa al mismo tiempo.
La cosa es que el partido empezó bien, mi equipo dominaba, y yo ya me sentía el rey del mundo. Hasta abrí una cerveza para celebrarlo antes de tiempo. Pero entonces, como si el universo quisiera darme una lección, todo se derrumbó. El delantero falló un penal que hasta mi abuela hubiera metido, el defensa se durmió y dejaron que nos empataran en el último minuto. Para rematar, el arquero rival, que parecía un colador toda la semana, decidió convertirse en Superman justo ese día. Total, perdimos por la mínima y mi apuesta se fue al carajo.
Ahora, aquí estoy, sentado en este banco, con un café de mala muerte en la mano y viendo a las palomas pelear por migajas, mientras pienso si valió la pena el subidón de adrenalina. La verdad, no me arrepiento del todo. Ese momento en que crees que vas a ganar contra todas las probabilidades es como una droga, y yo soy de los que no se resisten a jugar con fuego. Eso sí, mi cuenta bancaria no opina lo mismo, y mi casero ya me está mirando feo porque el alquiler no se paga con emociones fuertes.
¿Y saben qué es lo más irónico? Todavía pienso que la próxima vez lo voy a clavar. Ya estoy mirando el siguiente partido, porque si no apuesto fuerte, no soy yo. Así que, si alguien tiene un pronóstico decente o una corazonada loca, que me avise. Por ahora, seguiré aquí, planeando mi regreso triunfal desde la banca... literal.
La cosa es que el partido empezó bien, mi equipo dominaba, y yo ya me sentía el rey del mundo. Hasta abrí una cerveza para celebrarlo antes de tiempo. Pero entonces, como si el universo quisiera darme una lección, todo se derrumbó. El delantero falló un penal que hasta mi abuela hubiera metido, el defensa se durmió y dejaron que nos empataran en el último minuto. Para rematar, el arquero rival, que parecía un colador toda la semana, decidió convertirse en Superman justo ese día. Total, perdimos por la mínima y mi apuesta se fue al carajo.
Ahora, aquí estoy, sentado en este banco, con un café de mala muerte en la mano y viendo a las palomas pelear por migajas, mientras pienso si valió la pena el subidón de adrenalina. La verdad, no me arrepiento del todo. Ese momento en que crees que vas a ganar contra todas las probabilidades es como una droga, y yo soy de los que no se resisten a jugar con fuego. Eso sí, mi cuenta bancaria no opina lo mismo, y mi casero ya me está mirando feo porque el alquiler no se paga con emociones fuertes.
¿Y saben qué es lo más irónico? Todavía pienso que la próxima vez lo voy a clavar. Ya estoy mirando el siguiente partido, porque si no apuesto fuerte, no soy yo. Así que, si alguien tiene un pronóstico decente o una corazonada loca, que me avise. Por ahora, seguiré aquí, planeando mi regreso triunfal desde la banca... literal.