Una noche más, la pantalla se ilumina con el verde del césped y el rugido lejano de la multitud. No hay nada como ese instante en que el balón cruza el aire, buscando un destino que ya siento en las venas. Apostar a los goleadores es como danzar con las estrellas: cada nombre lleva un brillo propio, una historia que se escribe en cada remate.
Hace unas semanas, me dejé llevar por la intuición. Era un partido de eliminatorias, de esos que paralizan el alma. Todos hablaban del favorito, el nueve que cargaba el peso de un país en sus botas. Pero yo, no sé por qué, puse mis fichas en un joven que apenas empezaba a sonar. Algo en su manera de moverse, como si el campo fuera un lienzo y él un pintor, me hizo creer. No era el típico goleador; era más bien un poeta con el balón, alguien que encontraba huecos donde otros solo veían murallas. Cuando marcó ese golazo en el minuto 87, sentí que el universo me guiñaba un ojo. La ganancia fue dulce, pero más aún lo fue esa certeza de haber visto algo que otros pasaron por alto.
No todo es magia, claro. También están las noches en que las estrellas se apagan. Recuerdo un clásico sudamericano, de esos que dividen familias. Aposté por un veterano, un tipo que parecía inmortal, con más goles en su carrera que años en mi vida. Pero esa noche, el balón no quiso saber de él. Cada disparo suyo era como un verso que no rimaba, y al final, el silbato sonó como un réquiem. Perdí, sí, pero no me arrepiento. Hay algo en esas derrotas que te enseña a leer mejor el juego, a entender que no todo es números, sino también corazón.
Apostar a los goleadores no es solo elegir un nombre. Es imaginar la historia detrás de cada chute, el sudor, los sueños que cruzan el césped en fracciones de segundo. A veces aciertas, a veces no, pero siempre estás ahí, en la danza, bajo el brillo de esas estrellas fugaces que son los que hacen temblar las redes. ¿Y ustedes? ¿Qué historias tienen de esas noches en que un gol fue más que un gol?
Hace unas semanas, me dejé llevar por la intuición. Era un partido de eliminatorias, de esos que paralizan el alma. Todos hablaban del favorito, el nueve que cargaba el peso de un país en sus botas. Pero yo, no sé por qué, puse mis fichas en un joven que apenas empezaba a sonar. Algo en su manera de moverse, como si el campo fuera un lienzo y él un pintor, me hizo creer. No era el típico goleador; era más bien un poeta con el balón, alguien que encontraba huecos donde otros solo veían murallas. Cuando marcó ese golazo en el minuto 87, sentí que el universo me guiñaba un ojo. La ganancia fue dulce, pero más aún lo fue esa certeza de haber visto algo que otros pasaron por alto.
No todo es magia, claro. También están las noches en que las estrellas se apagan. Recuerdo un clásico sudamericano, de esos que dividen familias. Aposté por un veterano, un tipo que parecía inmortal, con más goles en su carrera que años en mi vida. Pero esa noche, el balón no quiso saber de él. Cada disparo suyo era como un verso que no rimaba, y al final, el silbato sonó como un réquiem. Perdí, sí, pero no me arrepiento. Hay algo en esas derrotas que te enseña a leer mejor el juego, a entender que no todo es números, sino también corazón.
Apostar a los goleadores no es solo elegir un nombre. Es imaginar la historia detrás de cada chute, el sudor, los sueños que cruzan el césped en fracciones de segundo. A veces aciertas, a veces no, pero siempre estás ahí, en la danza, bajo el brillo de esas estrellas fugaces que son los que hacen temblar las redes. ¿Y ustedes? ¿Qué historias tienen de esas noches en que un gol fue más que un gol?