Qué curioso es esto de las apuestas, ¿no? Uno se sienta, mira un mapa, estudia los movimientos, y aun así, todo puede desvanecerse en un instante. En el mundo del orientación deportiva, donde cada paso cuenta, apostar por los movimientos de los orientadores es como caminar por un bosque sin brújula. He estado analizando las últimas competencias, siguiendo las rutas, los tiempos, las decisiones en cada control. Y siempre me topo con lo mismo: la imprevisibilidad de esos momentos en que el mapa parece traicionar.
Fíjense en los eventos de larga distancia, por ejemplo. La resistencia importa, sí, pero no tanto como la cabeza fría. Un orientador puede ser rápido, pero si duda en un cruce o elige mal un sendero, se acabó. Ahí es donde las apuestas se ponen interesantes… y tristes a la vez. Porque uno invierte horas mirando estadísticas, revisando historiales, analizando cómo fulano se movió en un terreno montañoso o cómo mengano lee mejor los mapas en bosque cerrado. Y luego, en un segundo, un traspié lo cambia todo.
La semana pasada estuve revisando datos de una carrera en los Andes. Terreno duro, desniveles que agotan, visibilidad a veces nula. Aposté por un corredor joven, de esos que prometen mucho, porque sus tiempos en entrenamientos eran sólidos y su técnica en mapas de altura parecía impecable. Pero llegó el día, y en el tercer control, se perdió. Literalmente. Eligió una ruta más corta, pero arriesgada, y el reloj lo castigó. Perdí la apuesta, claro, y me quedé pensando en lo frágil que es esto. No es solo cuestión de velocidad o experiencia; es algo más profundo, casi como si el terreno tuviera voz propia.
Para los que apostamos por estas cosas, el consejo es amargo pero real: no se fíen tanto de los números. Sí, estudien las tácticas, miren cómo se mueven en competencias pasadas, revisen si prefieren rutas seguras o si arriesgan en lo desconocido. Pero al final, el orientador está solo ahí afuera, con su mapa y su instinto. Y nosotros, desde afuera, solo podemos cruzar los dedos y esperar que no se pierdan cuando más los necesitamos. Es un juego melancólico, este de apostar por humanos en un mundo de curvas y sombras.
Fíjense en los eventos de larga distancia, por ejemplo. La resistencia importa, sí, pero no tanto como la cabeza fría. Un orientador puede ser rápido, pero si duda en un cruce o elige mal un sendero, se acabó. Ahí es donde las apuestas se ponen interesantes… y tristes a la vez. Porque uno invierte horas mirando estadísticas, revisando historiales, analizando cómo fulano se movió en un terreno montañoso o cómo mengano lee mejor los mapas en bosque cerrado. Y luego, en un segundo, un traspié lo cambia todo.
La semana pasada estuve revisando datos de una carrera en los Andes. Terreno duro, desniveles que agotan, visibilidad a veces nula. Aposté por un corredor joven, de esos que prometen mucho, porque sus tiempos en entrenamientos eran sólidos y su técnica en mapas de altura parecía impecable. Pero llegó el día, y en el tercer control, se perdió. Literalmente. Eligió una ruta más corta, pero arriesgada, y el reloj lo castigó. Perdí la apuesta, claro, y me quedé pensando en lo frágil que es esto. No es solo cuestión de velocidad o experiencia; es algo más profundo, casi como si el terreno tuviera voz propia.
Para los que apostamos por estas cosas, el consejo es amargo pero real: no se fíen tanto de los números. Sí, estudien las tácticas, miren cómo se mueven en competencias pasadas, revisen si prefieren rutas seguras o si arriesgan en lo desconocido. Pero al final, el orientador está solo ahí afuera, con su mapa y su instinto. Y nosotros, desde afuera, solo podemos cruzar los dedos y esperar que no se pierdan cuando más los necesitamos. Es un juego melancólico, este de apostar por humanos en un mundo de curvas y sombras.