Qué pesado se siente este año, ¿no? Las piernas de los corredores parecen cargar más que solo el asfalto; llevan encima las expectativas, el cansancio acumulado y, para nosotros, las apuestas que no siempre salen como uno espera. Esta temporada de maratones me tiene con el alma en un hilo, viendo cómo los favoritos tropiezan y los outsiders se cuelan en silencio, casi como si el destino se riera de las estadísticas.
He estado siguiendo de cerca los últimos eventos, desde el maratón de Ciudad de México hasta el de Santiago, y hay algo que no deja de rondarme la cabeza: las condiciones están jugando un papel más duro que nunca. El calor, la altitud, la humedad... todo eso que los corredores entrenan para dominar, pero que al final los traiciona en los últimos kilómetros. Ahí es donde se nos escapan los pronósticos. Pones tu dinero en un tipo con un tiempo promedio de 2:10, y de repente lo ves desmoronarse en el kilómetro 35 porque el sol le pegó demasiado fuerte. Es una lotería disfrazada de ciencia.
Por ejemplo, en el de Bogotá vi cómo el favorito, ese keniano que todos dábamos por ganador, se quedó atrás por un mal manejo de la hidratación. Yo había puesto una apuesta decente por él, confiado en sus números, pero el cuerpo no entiende de hojas de cálculo. Al final, un local que nadie tenía en el radar se llevó el podio. Las cuotas estaban altísimas, 15 a 1, y no supe verlo venir. Me dejó pensando en cuánto de esto es análisis y cuánto es solo suerte ciega.
Si quieren un consejo, miren más allá de los nombres grandes esta temporada. Los maratones están raros, impredecibles. Fíjense en los corredores que saben regularse, los que no arrancan como cohetes sino que guardan algo para el final. Y no se dejen llevar solo por los tiempos de entrenamiento; el día de la carrera es otra historia. Yo, por mi parte, voy a ajustar mi táctica: menos fe en los datos fríos y más atención a cómo se ven esos últimos 10 kilómetros. Aunque, siendo sincero, a veces siento que apostar en esto es como correr el maratón yo mismo: llegas agotado, sudado, y no siempre cruzas la meta como querías.
He estado siguiendo de cerca los últimos eventos, desde el maratón de Ciudad de México hasta el de Santiago, y hay algo que no deja de rondarme la cabeza: las condiciones están jugando un papel más duro que nunca. El calor, la altitud, la humedad... todo eso que los corredores entrenan para dominar, pero que al final los traiciona en los últimos kilómetros. Ahí es donde se nos escapan los pronósticos. Pones tu dinero en un tipo con un tiempo promedio de 2:10, y de repente lo ves desmoronarse en el kilómetro 35 porque el sol le pegó demasiado fuerte. Es una lotería disfrazada de ciencia.
Por ejemplo, en el de Bogotá vi cómo el favorito, ese keniano que todos dábamos por ganador, se quedó atrás por un mal manejo de la hidratación. Yo había puesto una apuesta decente por él, confiado en sus números, pero el cuerpo no entiende de hojas de cálculo. Al final, un local que nadie tenía en el radar se llevó el podio. Las cuotas estaban altísimas, 15 a 1, y no supe verlo venir. Me dejó pensando en cuánto de esto es análisis y cuánto es solo suerte ciega.
Si quieren un consejo, miren más allá de los nombres grandes esta temporada. Los maratones están raros, impredecibles. Fíjense en los corredores que saben regularse, los que no arrancan como cohetes sino que guardan algo para el final. Y no se dejen llevar solo por los tiempos de entrenamiento; el día de la carrera es otra historia. Yo, por mi parte, voy a ajustar mi táctica: menos fe en los datos fríos y más atención a cómo se ven esos últimos 10 kilómetros. Aunque, siendo sincero, a veces siento que apostar en esto es como correr el maratón yo mismo: llegas agotado, sudado, y no siempre cruzas la meta como querías.